Guerra y Reconstitución

Plan general. Vilna, julio de 2023. Cumbre de la OTAN a 30 kilómetros de la frontera bielorrusa, donde se consuma el despliegue de armamento nuclear ruso. Los aliados atlantistas muestran su unidad con el Generalplan Ost de EE.UU., cuyo diseño arquitectónico tiene una clara obsesión: combatir al socialimperialismo chino. Hito estratégico. Aquisgrán, mayo de 2023. El judío Zelensky, en representación de los azovistas que vierten su sangre en las tierras negras, recibe el premio Carlomagno por su resistencia armada en defensa de los valores europeos: consenso entre la burguesía financiera occidental para neutralizar a Rusia como gran potencia imperialista, etapa clave en la aventura contra el dragón asiático. Ajustes tácticos. Kyiv, febrero de 2023. Polonia se adelanta a Alemania en la entrega de los primeros Leopard 2 al Ejército ucraniano, semanas después de que la ministra teutona de asuntos exteriores, la feminista Annalena Baerbock, lanzara que «estamos en guerra con Rusia»: anular la operatividad del oso ruso exige el compromiso militar de las cancillerías europeas, que ya vuelven a disfrutar de una guerra industrial de alta intensidad en el Este... ¿será por esto que el general Petr Pavel, presidente checo, fantasea en público con recluir en campos de concentración a los rusos que viven en los dominios fronterizos del jardinero Borrell?

El raid moscovita de 2022 transformó la guerra civil ucraniana —guerra reaccionaria entre fracciones de la clase dominante— en una guerra imperialista en la que Rusia se enfrenta a una OTAN parapetada tras el cuerpo de la nación del Dniéper, para mayor gloria del fascismo banderista. El fracaso del programa neo-zarista para Ucrania ha significado el triunfo del atlantista, observado desde las contradicciones inter-imperialistas que hoy rigen las luchas de clases a escala global. Porque en el momento en que la Tercera Roma puso su bota en el país vecino —y más aún, cuando fue incapaz de mantenerla con firmeza en el aeropuerto de Hostómel—, posibilitó la suspensión del modo en que se desenvolvía la crisis de mediaciones en el bloque imperialista occidental, determinando su solución —esto es, la reestructuración de sus vínculos internos— por la vía militar. Y ello favoreció un escenario en que el imperialismo estadounidense ha podido acelerar la tendencia en que ya se hallaba inserta la recomposición de sus mediaciones: ha logrado imponer sus intereses particulares contra China como los intereses generales de todos los imperialistas del Occidente colectivo, de Lisboa a Tokio; ha hundido en el fondo del mar las conexiones entre la UE y Rusia; y ha relocalizado sus correas de transmisión en el frente europeo, derivando el engranaje de Berlín a Varsovia.

La reconducción de esta crisis de bloque imperial —que atañe a las relaciones entre Estados burgueses pero en cuyo desarrollo político se repiten muchos elementos de las crisis que afectan al interior de un Estado burgués particular— es un éxito de Washington y una lección que no puede pasar desapercibida para el proletariado militante. Primero, porque este reajuste imperialista es la enésima demostración del callejón sin salida que representa el determinismo economicista, pues la crisis no es sinónimo de revolución. No hay ningún impersonal resorte deducible del modo de producción capitalista que active mecánicamente su transformación en beneficio de las clases subalternas y genere algún tipo de conciencia revolucionaria entre éstas. No. El sentido de la resolución de las crisis del sistema depende de la lucha de clases, de los sujetos envueltos en la contienda y su capacidad para imponer su programa de clase a escala social. Por esto la actual etapa de la revolución va de cumplir los requisitos objetivos y generar las condiciones subjetivas para la reconstitución del Partido Comunista. En segundo lugar, el manejo yanqui resulta aleccionador porque el encauzamiento militar de esta particular crisis deja sin recorrido toda tentativa espontaneísta, sea socialpacifista o insurreccionalista. El capital monopolista enseña que en la esfera militar posee un medio privilegiado para resolver sus crisis, para disciplinar los intereses exclusivos, ordenarlos dentro de un mismo partido y reorganizar su sistema de relaciones burguesas de todo tipo (con sus jerarquías, prioridades, imposiciones, dependencias, forcejeos, desigualdades, etc. entre las propias clases dominantes) bajo un programa único que, en este caso, cristaliza como santa alianza atlantista. En suma, la crisis se resuelve con colusión militar con los unos para despedazar a los otros, tal es la macabra lógica que hoy preside la competencia entre los caníbales imperialistas. Y si esto es así ahora, ¡qué no tendrá reservado este canibalismo burgués para mañana, cuando vuelva a tener en frente el programa del partido obrero de nuevo tipo! Por esto, la única alternativa realista al imperialismo y sus guerras pasa por reconstituir un movimiento revolucionario de masas que sepa aplicar la línea de Guerra Popular.

Desgraciadamente esta etapa militar de la revolución proletaria resulta lejana y, con toda probabilidad, no va a ser nuestra clase la que clausure la actual masacre en suelo eslavo. La guerra de Ucrania sigue estancada en los términos que hemos analizado profusamente en el número 7 de Línea Proletaria. Lo que hemos presenciado en 2023 no son más que nuevos y terribles episodios de esta prolongada guerra de desgaste cuyas líneas han estado estancadas durante prácticamente diez meses, incluyendo los dos que dura ya la contraofensiva ucraniana. Durante ocho semanas la última remesa de las Wunderwaffen atlantistas no fue suficiente para cumplir con los objetivos estratégicos del asalto —avances territoriales decisivos y/o un desgaste reseñable de la fuerza defensora rusa. Mientras escribimos estas líneas una nueva embestida ucraniana insiste en romper la media luna que dibujan las posiciones rusas desde Lugansk a Crimea. Antes, y muy brevemente, la batalla de Bajmut/Artiómovsk —decantada del lado ruso tras meses de combate— volvió a ilustrar el carácter nivelador de la batalla urbana, su especial dureza y complejidad para cualquier ejército burgués, por más que cuente con la última palabra en tecnología. Además, el triunfo ruso no se debió tanto al predominio de su fuego artillero como a la presencia masiva de su infantería, que tomó la urbe edificio por edificio, siendo esencial el desempeño de la milicia privada Wagner. En definitiva, la sangre de las masas ucranianas y rusas fluye por todos lados, mientras parece que nada avanza, que la guerra gira sobre sí misma una y otra vez: el ejército ruso restringe sus esfuerzos al sureste conquistado, mientras las posibilidades ucranianas en esta guerra industrial dependen insustituiblemente de sus patrocinadores, que hasta mayo han comprometido más de 165.000 millones de euros en el soporte financiero y militar de esta empresa. A falta de soluciones estratégicas en el campo de batalla, la retaguardia se va sobrecargando. Y si hay una retaguardia en la que el volcán ha estado a punto de estallar, ha sido en la rusa.

En la retaguardia neo-zarista: la kornilovada 2.0

La noche del 23 de junio el grupo Wagner ocupó Rostov del Don. Rostov es, por así decirlo, la llave de la Ucrania ocupada por Rusia y, en particular, de la península de Crimea; es el centro logístico clave que comunica el Estado ruso con el ejército movilizado en la guerra imperialista. Casi sin pegar un tiro —ni los mercenarios ni las autoridades policiales rusas—, las fuerzas del ahora archiconocido Prigozhin seccionaron físicamente a Rusia del grueso y élite de su ejército, embolsando a éste entre los mercenarios y el ejército ucraniano, que tres semanas antes había iniciado su contraofensiva. Al mismo tiempo, las columnas de Wagner corrían hacia Voronezh, al norte, en una maniobra dirigida a proyectarse hacia Moscú. Se aproximaron hasta unos 300 km de la capital rusa en unas pocas horas. Unas barricadas improvisadas con camiones y autobuses, trincheras abiertas por excavadoras en la M-4, unos contados ataques aéreos, escaramuzas y una breve —y desestimada— alocución de Putin fue todo lo que el Estado ruso pudo oponer a los sublevados. Sólo en el último momento, cuando Moscú ya estaba en jaque, se detuvo y replegó la cabalgata de Wagner para evitar un «derramamiento de sangre rusa».

La oposición militar que encontró Wagner se redujo a destacamentos de la Rosgvardia y a los chechenos, que escaramucearon con el cártel paramilitar en torno a Rostov. Aunque esto no detuvo el avance de Prigozhin, es evidente que con sus fuerzas (que se estimaron entre 8.000-25.000 hombres) no hubiera conseguido tomar Moscú ni podía, tampoco, instaurar un gobierno en el lugar de la camarilla del Kremlin. La perspectiva más negra de la guerra civil se cernía entonces, en las horas más vertiginosas de la carrera hacia Moscú. Finalmente conjurada, por ahora, con la calculada retirada de Wagner, la aventura no va a dejar de tener consecuencias de alcance global. Los medios de comunicación occidentales enseguida extrajeron dos conclusiones fundamentales: el Estado ruso es incapaz de garantizar su propia seguridad interna (enfrentó la cabalgata wagneriana con llana estupefacción) y se ha resquebrajado la unidad espiritual entre la población rusa y Putin —cuya figura de líder fuerte, construida durante dos décadas y ya severamente dañada por 16 meses de operación militar especial, se vino abajo en menos de 24 horas.

En los oídos de nuestros halcones imperialistas, empero, debió de zumbar un soniquete alarmante durante toda la jornada: cuidado con lo que deseas. Desde Washington hasta Pekín, pasando por Bruselas, la burguesía imperialista de todas las latitudes se apresuró a declarar el episodio como un “asunto interno” de Rusia y se mantuvo a la expectativa —incluido el bocazas de Borrell, lo que ya es un indicativo de cómo de seria fue la cosa. No es para menos. La estrategia del bloque euro-atlántico consiste en mantener a Rusia fijada en Ucrania y desangrarla ahí, poco a poco y de forma ordenada. A pesar de todos los costes que implica el apoyo militar a Ucrania, cada mes de guerra debilita exponencialmente el poder ruso a cuenta de la carne de cañón ucraniana. Con la carrera de Wagner dirección Moscú, empero, el escenario se volvía tan imprevisible como explosivo: la perspectiva de una guerra civil en el mayor país del mundo y en una potencia nuclear (la primera por número de ojivas) trastocaría de arriba abajo todo el cuadro internacional. Liquidaría al viejo rival ruso, seguramente. ¿Pero a qué precio? La OTAN tendría que tomar iniciativa en los asuntos internos rusos (y bielorrusos) si quisiese ya no mantener el equilibrio, sino atenuar el caos que una guerra civil rusa provocaría en su retaguardia europea. Supondría drenar energías que los imperialistas yanquis necesitan concentrar en el pivot to Asia, en un momento crítico de la configuración de fuerzas y bloques en Asia-Pacífico. El colapso de Rusia bajo una guerra civil tendría consecuencias temibles en el Cáucaso (Nagorno-Karabaj), en todo Oriente medio, en el Sahel (donde Francia y China se apresurarían a hacerse con los despojos), en el extremo Oriente (Japón jamás ha cejado en recuperar Sajalín y las Kuriles) y, de forma especialmente inquietante para los EE.UU., en la extensa frontera siberiana con China. Mackinder puede sonreír. Y a todo eso hay que sumar, naturalmente, los riesgos que implica que el mayor arsenal nuclear del mundo ande repartiéndose y pasando de manos entre señores de la guerra y facciones ensañadas en una lucha a muerte.

La asonada se ha producido en un momento crítico, al inicio de la contraofensiva ucraniana. Era en este instante en el que tenían que estallar las contradicciones entre Wagner y el Estado ruso. El papel de Wagner en la guerra de Ucrania ha sido fundamentalmente ofensivo y de primera línea. Pertrechado de carne humana extraída de las prisiones neo-zaristas, Wagner era la punta de lanza de las ofensivas rusas, martilleando las posiciones ucranianas con infantería de usar y tirar antes del avance de las unidades del ejército oficial. Negocio ya de por sí poco lucrativo, el repliegue y el paso a la defensiva implicaba una reducción a mayores del peso militar y político del grupo. Desde hace meses, el lumpen-burgués Prigozhin lanzaba acerbas invectivas contra el Ministerio de Defensa ruso y sus titulares (Shoigú y su segundo, Gerásimov), acusándolos de cortar el suministro de munición a sus hombres y hasta de bombardear sus propias posiciones. El auténtico motivo del desesperado órdago wagneriano, no obstante, fue la orden del Ministerio de Defensa que a partir del 1 de julio subordinaría todos los cuerpos paramilitares y mercenarios al Ejército ruso. Kadírov y los chechenos aceptaron los términos; el chef de Putin, no.

Y es que el asunto Wagner condensa buena parte de las contradicciones de clase que atraviesan el Estado ruso desde su reconfiguración en los 1990. Wagner, empresa militar privada, ha amasado una ingente fortuna en sus negocios africanos (se estiman 1.000 millones de dólares tan sólo en la República Centroafricana). La guerra en Ucrania y las sanciones occidentales contra sus cabecillas lo ha privado de buena parte de sus lucrativas fuentes de ingresos, restringiéndolas al mercado negro y en un momento en el que sus mejores fuerzas se concentran en el país del Dniéper en una aventura poco rentable. Al golpe contra sus finanzas se sumaba el golpe a su peso político y militar. Siendo una opción de vida financieramente sugerente para los estratos marginales de la sociedad rusa sin mayores posibilidades de ascenso social, Wagner pudo apelar a ellos como partido militar del lumpen-proletariado. Independientemente de su composición social en sus orígenes, lo cierto es que la guerra en Ucrania ha acelerado e intensificado el proceso de reclutamiento de reos rusos por parte de Wagner, incrementando así el peso relativo y absoluto de las capas más bajas de la sociedad en sus filas. Por lo menos desde julio de 2022, las cárceles se han convertido en una importante cantera de carne de cañón para el grupo. El propio Prigozhin responde a este origen social lumpen. Canalla oportunista, intrigante entre bambalinas, sabandija sin escrúpulos e irreverente outsider entre las familias del Kremlin, trepó desde la delincuencia callejera y los perritos calientes hasta las cumbres de su propio imperio de negocios civiles y militares —todos igual de turbios— en África, Oriente Próximo y la Europa eslava. Su figura representa el exceso de la burguesía rusa, las partes sucias que ésta desearía no tener que ver y que detesta como la escoria de la sociedad. Prigozhin es esa lumpen-burguesía, esa burguesía mafiosa que declama contra la élite podrida, es ese oligarca de los negocios sucios que marcha por la justicia, es el Robin de las praderas que tiene 2.000 millones en efectivo en la puerta de su casa para repartir entre sus huestes feudatarias, el señor de la guerra ultranacionalista que detiene su espectacular asalto a su propia capital invocando el sentido de Estado. Es la cara pública de la crisis social latente en Rusia. Ha conseguido lo que ninguna fuerza interna ni ninguna potencia extranjera había logrado en los últimos veinte años: una crisis política sin precedentes en el otrora aparentemente blindado, inexpugnable y monolítico Estado ruso, encuadrando, movilizando y armando a elementos extraídos de las capas más desesperadas de la sociedad1. Su balance tras el levantamiento: «hemos dado una master-class de cómo se tendrían que haber hecho las cosas el 24 de febrero de 2022». Bandido entre desesperado y arrogante, pone en jaque a su propio Estado ¡para dar una lección!; hace abrir fuego a los outsiders ¡para ilustrar a los insiders!

Putin y la camarilla del Kremlin, por su parte, representan el complicado e inestable equilibrio político alcanzado en Rusia tras el expolio de finales de siglo. La persecución de sectores burgueses díscolos (y la solución militar de los conflictos nacionales, como en la segunda guerra de Chechenia) no expresa ninguna pulsión policial-autoritaria inmanente al pueblo ruso, como han repetido y siguen repitiendo todos los plumíferos supremacistas europeos, sino la forma en que el Estado neo-zarista y gran-ruso pudo doblegar los divergentes apetitos de las facciones de su burguesía en aras de una mínima estabilidad política, que garantizase las condiciones para la acumulación del capital a largo plazo. Cumplía su papel de capitalista colectivo ideal, apretando las clavijas contra aquellos cuyo rapaz interés momentáneo hiciese peligrar un equilibrio ya de por sí precario. La invasión de Ucrania fue el último episodio de esta política; como ya sabemos, evitar el asentamiento de la OTAN en el país vecino era una condición del status imperialista de Rusia y, por tanto, de las condiciones políticas en las que el conjunto de la burguesía rusa podía mantener su dominio, repartirse dividendos y extraer ganancias de la succión de plusvalía y del saqueo. Pero, a su vez, por su dimensión e implicaciones, la guerra vino a subvertir las mismas condiciones económicas y políticas por las que fue iniciada en primer lugar. Los sectores cuyos intereses han sido perjudicados por esta guerra (empezando por la burguesía petrolera, que ha visto literalmente seccionadas sus exportaciones a Europa) han convergido naturalmente con los antiguos opositores y, también, con los lesionados intereses de Wagner —ya durante la asonada se manifestó a favor de Prigozhin el exiliado Jodorkovsky. Con esta confluencia se ha alcanzado un punto excesivo. La apuesta desesperada por la guerra en Ucrania, lógica desde el punto de vista del Estado imperialista ruso, ha roto la comunión inestable —inestable como el dinero fácil— entre las familias de la burguesía rusa. La cabalgata wagneriana es la evidencia de hasta qué punto la guerra ha arrebatado al Estado ruso la capacidad de mantener unida a su burguesía, de hasta qué punto el capitalista colectivo ideal se ha tornado antagónico para los intereses de los capitalistas individuales reales, de hasta qué punto los intereses a largo plazo se vaporizan ante el sálvese quien pueda del saqueo inmediato cuando aún no han terminado de desmoronarse los imperios comerciales patrios. El propio Putin ha sido víctima de su peligroso juego de enfrentar al Ejército con Wagner mientras él se situaba regiamente por encima de las familias políticas. Tan por encima que su autoridad ha terminado por ser nubosa, vaporosa. La contundencia del discurso que prometía castigo fue también evaporada pocas horas después, con amnistía y vacaciones pagadas en Bielorrusia para los sublevados —donde ya estarían entrenando a las tropas de Minsk y desde donde los extensive sausage makers rusos ya han ofrecido sus servicios a la junta militar de Níger. Y aunque la Blitzkrieg de Prigozhin se detuvo motu proprio ante Moscú y la crisis quedó en suspenso, deja tras de sí un escenario terrible, en el que ha quedado claro para todos los rapaces rusos cuán sencillo sería dar un golpe de mano militar y que la ventaja estará del lado del carroñero que antes y mejor se prepare para tal eventualidad. Esa eventualidad es la guerra civil, la resolución manu militari de las contradicciones entre las dinastías de la burguesía rusa. Toda la cabalgata muestra en qué grado han madurado las condiciones objetivas para ello, aunque la voluntariosa retirada de Prigozhin evidencie que las subjetivas todavía no se han desarrollado lo suficiente.

Que esa eventualidad estaba ahí fue reconocido por el picoleto Putin, el maestro propagandista de la pax slava y de la comunión de la sociedad rusa con sus dirigentes. En su breve discurso del día 24 alertaba: esta puñalada por la espalda pone a Rusia ante el riesgo de un nuevo 1917. Cuando un guardia blanco habla de 1917 habla de Smuta, de época de tumultos y de masas movilizadas por fuera de los rituales institucionales del Kremlin. No cabe duda de que despertaron recuerdos aciagos de aquel verano de 1917 cuando, con el ejército ruso descomponiéndose en el frente y los alemanes amenazando Riga, el general Kornílov marchó sobre Petrogrado contra el gobierno provisional de Kerenski. Pero no hubo, en esta ocasión, ninguna resistencia popular que desbaratase la kornilovada 2.0. Al contrario, la población rusa y una parte nada desdeñable de la policía y el ejército contemporizó con los sublevados, no tomando acciones decisivas a su favor pero tampoco haciendo nada por interrumpirlos —lo que, efectivamente, es buena muestra de cómo de ajena e indiferente les resulta a las masas rusas la supervivencia de “su” Estado. Como en las sociedades europeas, todo lo que sucede en esta guerra es recibido con indiferencia por parte de la población (porque la desmovilización de la sociedad civil rusa que señalan los columnistas europeos a sueldo no es ajena a la de sus propias sociedades civiles). La situación se desescaló con velados acuerdos en la cumbre, poniendo a Lukashenko en un traje de mediador y quedando en la sombra las motivaciones e implicación de cada uno de los hombres fuertes rusos.

Subrayamos que las condiciones objetivas para la guerra civil están ahí, y que si la kornilovada 2.0 no escaló más, ello se debió a las subjetivas: Prigozhin ya ha dicho que se trataba de nada más que una patriótica protesta ciudadana, a lo que hay que sumar la insuficiente resolución de sus cabecillas (insuficiencia que predispone a los hombres a negociar, a no emprender acciones todavía más audaces, etc.). Pero el camino estaba expedito. No hubo ninguna fuerza social capaz de detener la asonada, ni siquiera el propio Estado ruso. Los peligros que algunas voces han aducido como explicación para la detención de la cabalgata no terminan de cuajar: el excesivo alargamiento de las líneas de suministro podía haberse compensado con la movilización de esa población local que mostraba neutralidad favorable (a la que, en cualquier caso, los wagneritas se guardaron de excitar) o aprovisionándose sobre el terreno a la napoleónica (pudimos ver numerosas fotografías de mercenarios repostando en gasolineras y tomando el café en terrazas). Descontando la niebla de guerra, la élite del ejército ruso estaba fuera del país, seccionada de su propio territorio y atrincherada ante el comienzo de la contraofensiva ucraniana; si el riesgo era el aislamiento de las columnas mercenarias, una serie de acciones audaces podrían haber inclinado, en cualquier caso, el fiel de esa neutralidad favorable de la población en pro de Wagner. Valga lo dicho como argumento de la volatilidad de la situación y de la relativa facilidad con la que un partido más determinado la podría haber explotado en beneficio de sus intereses, aprovechando que todas las facciones de la sociedad rusa se vieron paralizadas en un extraño equilibrio —un extraño equilibrio de esos de contener la respiración.

Pero, todavía más, la cabalgata wagneriana se nutría, al menos en parte, de esas masas más hondas y marginales de la sociedad rusa que no tienen ningún interés en la conservación del estado de cosas existente2. Mientras Prigozhin avanzaba hacia la capital, crecía la agitación y estallaba el motín en las prisiones moscovitas de Vodnik y Butyrka —aunque esto fue negado por el Kremlin. Es evidente que el chef de Putin no es ningún dirigente proletario revolucionario. Del carácter burgués y parasitario de todo lo que representa no puede caber duda. Él y sus secuaces sí son, no obstante, la única facción de la burguesía rusa que, empujada por la necesidad, ha lanzado un pulso contra el Estado con el material humano que cayó en sus manos: lo hizo organizando y armando —a cuenta de Shoigú— a una masa de hombres extraídos de los estratos más bajos de la sociedad y sin un lugar donde caerse muertos más que la cárcel o las llanuras ucranianas. La miserable burguesía rusa no les ofrecía ni les ofrece nada, como la miserable burguesía española o la miserable burguesía yanqui no les ofrece nada a los suyos. Todas las facciones de la clase dominante rusa, ya tradicionalmente poco amiga de la movilización de masas, se han enajenado de cualquier apoyo social que hubiese considerado que merece la pena luchar y morir por alguna de ellas o por “su” Estado (ése es el significado, insistimos, de que la kornilovada 2.0 hubiese podido llegar a 300 km de Moscú, con escasa oposición y poco más que una docena de decesos). Un puñado de rublos y reducciones de condena fueron suficientes para que unos muertos de hambre aceptasen matar y morir en el país vecino y en nombre de unos intereses que no son suyos. Si fuese así, si se tratase de sus intereses, el propio Prigozhin se lo hubiera pensado dos veces antes de emprender su carrera Rostov-Moscú o de enrolarlos en su cártel. En cualquier caso, todo el episodio de la kornilovada 2.0 nos informa, indirectamente, no por lo que es, sino por lo que no es, de la maduración de las condiciones objetivas para la revolución proletaria, del papel de la guerra en su galvanización y de la potencialidad de esas masas hondas, de la posición objetiva clave del proletariado en todo el proceso social contemporáneo.

En la retaguardia del Poniente europeo: el ocaso de la V República

El suelo se abre bajo la retaguardia neo-zarista, que vive al borde de una nueva oleada de canibalismo interno. Sin por el momento llegar a este extremo —sin necesidad de columnas blindadas sustraídas del frente para amenazar la propia capital— el resquebrajamiento de las sociedades del Poniente imperialista sigue profundizándose. Como hemos recapitulado alguna vez, en un tributo a los maestros de vanguardia del viejo ciclo, hubo un tiempo en que las barricadas de París revelaban la cumbre de la montaña, el punto álgido del movimiento revolucionario internacional. Algo queda, aunque cruelmente filtrado por la dialéctica de la lucha de clases, que nos ha dejado en penitencia cargar con la cruz del fin de todo un ciclo histórico de revoluciones proletarias pautadas por los ecos de La Marsellesa: en el siglo XXI, las calles francesas son la baliza indicadora del máximo grado de hundimiento del Estado social en Europa. Así, los últimos tiempos son de todo menos un fraude histórico, pues las líneas de fractura del régimen francés transcurren por bulevares y rotondas, a través de capitales y provincias, bajo palacios y grands ensembles.

El ascenso del enarché Macron al trono de la V República significó el definitivo estrechamiento de la base de masas del régimen gaullista matizado por Mitterrand. Nunca como en la pasada primavera las calles francesas registraron movilizaciones anti-gubernamentales tan numerosas (al menos desde la década de 1960). El movimiento contra la reforma de las pensiones ha tomado el país, en otro capítulo más de la defensa del Estado social: la nuit debout, los chalecos amarillos, etc. son diferentes manifestaciones, muchas veces contradictorias entre sí (contra los sindicatos y con los sindicatos, sin partidos y gracias a ellos...), de esa revuelta de la pequeña burguesía y la aristocracia obrera contra su expulsión de la Francia oficial. A esta crisis se une otra línea de fractura, perfectamente visible, una hendidura social por la que asciende el fuego de la república de las banlieues: miles de detenidos y ataques a centenares de comisarías y edificios públicos en apenas unos días del mes de julio dan un índice de ello. Pero estas dos fisuras del régimen vienen de largo, pues hace 18 años la coincidencia de ambas resultó tan espectacular como ahora.

De momento abundaremos, sobretodo, en la rebelión de la Francia oficial. El verano de 2005, el 54% de los franceses que fueron a votar (30% de abstención) tumbaron el proyecto de constitución europea. El resultado de aquel referéndum fue un golpe para la burguesía financiera y una victoria de las clases medias. Los sindicatos, la izquierda parlamentaria y las bases del partido socialista (que en aquel plebiscito quedó dividido por la mitad) se opusieron al plan del eje París-Berlín. También se opuso el abuelo nazi Le Pen, capaz de dar voz a los estratos de la pequeña burguesía, a los industriales provincianos, etc. en fin, al sector de la burguesía más perjudicado por la forma que adquiría la imbricación del Estado monopolista francés en las instituciones del capital internacional. El turnismo a la francesa aguantaría un par de rondas más, pero aquellas marcas de corte sobre el cuerpo republicano son, dos décadas después, las que definen las porciones parlamentarias al norte de los Pirineos: desde 2017 un partido agrupa a la burguesía financiera y su república del centro (Macron), que enfrenta sucesivamente al partido de la aristocracia obrera (Mélenchon), desgajado del viejo partido turnante social-liberal, y al partido de la burguesía media (dinastía Le Pen), que descansa en las bases del conservadurismo republicano, temerosas de Dios y que nunca fueron convencidas por la cínica desmemoria versallesa para con los patriotas de Vichy.

El turnismo partidista en la tierra del bonapartismo no fue un diseño original del golpista de Gaulle, sino una operación posterior del socialista Mitterrand (capaz de estrujar mortalmente al PCF revisionista), uno de aquellos hombres blancos con lengua de serpiente tan de los ochenta. El turnismo socialistas-conservadores permitió, desde esa década, una preciosa maniobrabilidad operativa a la élite financiera, la capacidad de pivotar legítimamente sobre uno u otro sector de la sociedad para implementar su programa. Sin embargo, el propio Mitterrand acusaba en petit comité la espectral, pero insalvable, disyuntiva que se abría ante su regencia: «la construcción de Europa o la justicia social». Más allá de lo que pretendiera decir este viperino administrador del gran capital, el dilema planteaba con severidad el declive histórico del imperialismo francés, así como la ausencia de una alternativa proletaria-revolucionaria. Porque a principios del siglo XX una agresiva política colonial era concebida pragmáticamente por las élites europeas como el medio más razonablerazonable desde el punto de vista de un caníbal— para resolver la cuestión social: así lo afirmó Cecil Rhodes (un Prigozhin de la edad heroica del imperialismo británico) y lo teorizó Eduard Bernstein (el socialista neokantiano alemán, padre del revisionismo), que trabajaron cada uno a su manera por aplicar esta fórmula universal en favor de sus respectivos países. Sin embargo, después de la larga resaca de los treinta gloriosos, el fantasma que escoltaba las decisiones de Mitterrand y de sus sucesores —que invariablemente eligieron Europa por encima de la justicia social— ha tomado cuerpo en dos partidos de oposición que persiguen a Macron ¡por hacer de Macron! Porque el principito del Elíseo se atreve a destacar ante el ciudadano que «estamos ante el fin de la abundancia», vamos, que para las arcas republicanas (con un déficit presupuestario que no se despega del 5%; con una deuda pública que no baja del 100% del PIB) es insostenible endeudarse en una economía de guerra contra el peligro mongol (economía de guerra: desde 2022, tópico presente en todas las homilías del régimen) si no es a costa de extender el tiempo de explotación y presionar hacia abajo el precio de la fuerza de trabajo del obrero francés. Porque este banquero-presidente, reo de su piquito de oro, tiene que insistir —a su modo, claro— en que los números no dan, que él mismo lo sabe porque desde 2020 despilfarró miles de millones de euros en sobornos legales y financiación bancaria a crédito del Estado para los capitalistas nacionales; que la absorción del trabajo vivo de la Françafrique ya no es lo que era, que ahora hay mucho buitre (chino, ruso, indio y hasta árabe, por no mencionar al Tío Sam) y que el trueque petróleo por espejos (estafa conocida como franco CFA) se ha estirado todo lo que se ha podido. Véase el nuevo expediente Níger, donde la reciente acción de los juntistas, independientemente del resultado final, representa un nuevo revés para los intereses de París (a sumar, entre otros, a los de Mali y Burkina Faso). Y tómese también —la potencial gran guerra del África occidental— como salpicadura de las contradicciones inter-imperialistas en unos pueblos aplastados por la bota militar de las camarillas que pugnan entre sí para mercadear con los viejos y nuevos amos imperialistas: ¡estas son todas las maravillas «anti-imperialistas» que acerca la nueva multipolaridad celebrada por revisionistas y oportunistas! Pero no nos olvidemos de Macron. Por unas —las hombradas de la reforma interna— y por otras —las glorias neocoloniales— el presidente francés, producto estándar de la Escuela Nacional de Administración, aspiraba a ser recordado como un Júpiter de la democracia imperial republicana... ¡Pobre banquero! Este hijo de Saturno será devorado tan pronto como a su viejo le abra el apetito una encuesta del Groupe TF1 o lo sugiera un estudio sociológico del Instituto Nacional de Servicio Público.

Unas palabras a raíz de la recién aprobada ley de programación militar (LPM) para el período 2024-2030. Este plan financiero y militar, condensado del carácter monopolista del Estado contemporáneo, supone que el tercer mercader mundial de armas realizará una inversión de 413.000 millones de euros en 7 años, no muy lejos del gasto ruso entre la anexión de Crimea y febrero de 2022. En esta ley la burguesía francesa ajusta su doctrina militar al Generalplan Ost OTAN. Y es que en la doctrina militar de los ejércitos burgueses cristaliza la síntesis de su experiencia histórica y la correlación de fuerzas de clase en el seno de su sociedad y en el contexto de las relaciones con otros Estados. Aquí la doctrina es algo así como la táctica-Plan de un ejército capitalista, donde se presentan el conjunto de medios de los que dispone, su jerarquía interna, las fuerzas que puede generar en función de aquellos medios y sus puntos de apoyo, el tipo de dirigentes y cuadros que necesita. Señala los objetivos generales y operativos y predispone unos métodos, forja una cultura y un modo de pensar los problemas tácticos que se presentan al Estado burgués. De esta suerte, la LPM privilegia un esquema basado en la disuasión nuclear —joya de la corona del arsenal republicano— mientras no deja de cuestionar su modelo de ejército (gendarmería neocolonial), apuntando a la ampliación de su estructura para enfrentar los retos de una guerra contra Rusia: los militaristas franceses hablan específicamente de crear una fuerza capaz de implicarse en acciones híbridas (aquí: acciones policiales y de rapiña en países oprimidos) y en operaciones profundas de alta intensidad (es decir, la tercera guerra mundial), con un especial empeño en la inversión en munición artillera. La LPM ha rellenado de contenido francés el concepto vacío de la “autonomía estratégica europea”. Para las cabezas pensantes de la V República, “autonomía estratégica” significa en 2023 que la vertiente financiera de la soberanía militar europea debe ser cosa de la UE, mientras el peso operativo de la defensa colectiva debe recaer en la OTAN. Esto, mientras se declara el ascenso de China como factor de desestabilización. Traducido del idioma diplomático burgués al proletario militante: en el actual contexto de predominio de las contradicciones inter-imperialistas, cuando la competencia entre caníbales exige elegir bloque, el sector decisivo de la burguesía francesa apuesta sus intereses de clase, la estabilidad futura de su régimen y su posición en el sistema imperialista mundial al estrechamiento de sus lazos históricos con el imperialismo yanqui (a quien se reconoce lo evidente: su predominio militar a escala planetaria), con el imperialismo alemán (de quien se celebra la vecindad de su músculo financiero e industrial) y con el resto de sospechosos habituales que frecuentan la casa de citas de la santa alianza.

Por supuesto, de aquí no se deduce que Francia no sea otra cosa que una potencia imperialista, ni que la nación gala deba encomendarse a un proyecto de recuperación de una soberanía arrebatada por una élite cosmopolita. Y sin embargo, la búsqueda de la soberanía nacional perdida se ha convertido en el santo grial, en el programa que une, y desde el que compiten, todas las fracciones y clases que se empobrecen y proletarizan en el interior de los imperialismos occidentales en decadencia. El mecanismo político del razonamiento anti-cosmopolita es simple: cualquier interacción de mi Estado con el mundo exterior se considera positivo —signo de multipolaridad y amistad entre los pueblos, un trofeo para la honra nacional— si reporta beneficios para mi fracción, para mi partido, para mi clase. Si aquella interacción no resulta todo lo fructífera, si no llena mi bolsa del dinero, deviene en ultraje a los héroes del pasado, en felonía contra los símbolos de la patria, en venta de la soberanía nacional. Esta es una forma burguesa (particularmente entre sus estratos medios e inferiores) de racionalizar la contradicción entre el desarrollo internacional del capital y la necesidad orgánica de Estados nacionales burgueses. Esta estrecha visión es funcional a los intereses generales de la burguesía y su especial atracción delata la procedencia del atraído, el lugar específico que ocupa en la reproducción de las condiciones de existencia de toda la sociedad. El revisionismo, como expresión de los intereses de clase de la aristocracia del trabajo, no escapa a este modo de comprender las contradicciones del mundo burgués en su fase madura, imperialista. Por eso el socialchovinismo es el oportunismo en su plena madurez.

El identitarismo nacionalista crece —apoyándose en el nuevo mito del rapto de Europa— entre socialchovinistas y ultramontanos, entre insumisos y neo-fascistas. Esta tendencia no es exclusivamente francesa, aunque allí goza de un profundo arraigo político. Si tomamos la primera Dictadura del Proletariado —que estableció un nuevo punto de partida universal en la lucha de la clase obrera—, a la Comuna de París le siguió la derrota proletaria, el fusilamiento en masa de miles de federados y la emergencia de una profunda ola de anti-universalismo que empapó todas las alturas de la III República: el republicano anti-clerical transigía con el especulador católico-romano para redimir sus pecados construyendo el Sacre Coeur, mientras elementos semi-anarquistas y desclasados se reunían en torno al general Boulanger. Este personaje —contrarrevolucionario hasta la médula, colega de armas del orgulloso asesino Gallifet, quien más tarde frecuentaría con el socialista Millerand en el consejo de ministros— supo seducir a los obreros parisinos con su «aberración patriótica francesa» hasta el punto en que Engels se vio obligado a denunciar que París había «abdicado como ciudad revolucionaria». El hombre de confianza del proletariado internacional nunca hizo de la caricia paternal al obrero y sus resistencias un medio para promocionar el socialismo. Al contrario, el avance de la cosmovisión comunista siempre fue el resultado de la lucha contra las concepciones dominantes, previamente asentadas, entre los jefes del proletariado, entre su vanguardia. La capital francesa era entonces un hervidero de ideas confusas que entremezclaban frases revolucionarias y principios reaccionarios, en donde el radicalismo y el nacionalismo pequeño-burgués devinieron hegemónicos entre los obreros derrotados en 1871, que se dejaron engatusar por el patriotismo de sus asesinos. Pero como hemos dicho, el problema del chovinismo, del anti-cosmopolitismo, es de alcance internacional, no sólo francés, y por entonces se extendía entre una vanguardia obrera cuya inmadura adscripción al socialismo moderno era susceptible de trocarse en deslizamiento hacia el fango del romanticismo reaccionario anti-capitalista. No en vano, los socialdemócratas alemanes, en una frase atribuida a Bebel, decían que «el anti-semitismo es el socialismo de los bobos». Francia fue la nación revolucionaria del sol universal, pero también la patria de los intelectuales burgueses que improvisaron el nacionalsocialismo para predicarlo y el judeo-bolchevismo para perseguirlo, el país que transitó (definitivamente, más allá de las mascaradas) del cosmopolita libertad-igualdad-fraternidad al contrarrevolucionario trabajo-familia-patria. Hoy la Macronie amenaza con disolver la Liga de Derechos Humanos por anti-francesa —esta asociación, poco sospechosa de bolchevique, fue creada cuando el caso Dreyfus—, rescata al patriota Pétain y persigue oficialmente al islamo-izquierdismo. La tendencia de fondo que predomina entre la élite financiera y la columna vertebral del Estado deja ver hacia qué lado combará la cúspide del poder francés si es suficientemente libre para retejer consensos internos. Esa libertad dependerá de hasta qué punto sea capaz de someter al resto de clases a través del constitucional artículo 43.9 —que libera al Elíseo de las trabas parlamentarias— y las constitucionales CRS, Brav-M, etc. —que liberan a las instituciones parlamentarias del tumulto callejero.

Cerrando el círculo de la crisis francesa, a la derecha de la casa Le Pen está el judío Zemmour, cavando el agujero para levantar las nuevas Croix-de-Feu. Invocando el irredentismo imperial y pied-noir, este nazi —que pretende emular los pogromos de los colonos sionistas contra los palestinos— se sirve de cada fogata callejera para promover la «descolonización del interior de Francia». Empujar a masas contra masas es parte del juego en un mundo basado en el mercado y cortado por el patrón del corporativismo imperialista. Es un buen negocio si se necesita corregir a la baja el precio medio del trabajo, disciplinar a una sociedad en la antesala de una gran guerra y encuadrar una base de masas en la que asentar cierta estabilidad social. Por supuesto, no hay nada escrito sobre el desenlace del ocaso de la V República, depende del desarrollo de las luchas de clases y de su grado de exposición a las catástrofes internas y externas. Lo que es seguro es que, a corto plazo, el proletariado revolucionario no comparecerá como actor independiente a escala social. Pero esto no implica que deba ser un elemento pasivo de la crisis. Al contrario, sólo indica que la vanguardia proletaria debe conquistar la independencia ideológica y política de la clase, tiene que pasar a luchar por la reconstitución del comunismo.

Sobre el insurreccionalismo y los rescoldos del Ciclo de Octubre

¿Y qué hay del segundo vector de masas de la crisis francesa? La última insurrección en la república de las banlieues fue accionada por la espoleta habitual: el despotismo burgués en el suburbio obrero, el asesinato de un joven a manos de un bastardo uniformado. La noticia pudo ser de Clichy-sous-Bois en 2005, aunque es de Nanterre en 2023. Conocidos los hechos, transcurre una procesión: la funcionaria-activista contra el racismo, el joven antifa eco-feminista y el vejestorio revisionista reclaman más equipamiento social para los barrios, suplican oportunidades laborales para los obreros, tal vez otro modelo poli... bla, bla, bla. No han entendido nada. Piden explicaciones sobre el policía ¡por hacer de policía! Conocidos los mismos hechos, sucede una explosión: las masas mortificadas incendian la periferia, no hay listado de reclamaciones y arremeten contra los centros de poder que tienen más a mano: aquí un colegio, allá una oficina de empleo, siempre una comisaría. Mejor instruidos que quienes se intitulan organizadores de la revolución y se cuelgan medallitas de militantes de barrio, asaltan directamente a los policías por ser policías, porque sus placas son la contraparte del no-lugar que ocupa el proletario explotado y humillado en la Francia burguesa y republicana. La concomitancia temporal de la insurrección de la banlieue con la rebelión oficial pone dos cosas de relieve. Una. Hay un abismo social entre la protesta de las clases medias y el amotinamiento de la periferia proletaria: la una es la inmensa nube de polvo generada por el desplome del Estado social en Europa occidental; la otra es el efecto cotidiano del Estado social en Europa occidental. Y dos. Toda tentativa revolucionaria de fundir ambos movimientos en un programa anticapitalista está condenada de antemano. No porque no sea posible que ambos pudieran converger —aunque eso no ha sucedido en décadas— sino porque en ningún caso esa convergencia puede resultar revolucionaria, pues no hay continuidad entre reformismo y revolución, no hay en la masa proletaria una inmanencia socialista que excitar hasta derogar las lógicas de reproducción del mundo burgués.

Decimos socialista, pero podríamos decir anarquista, trotskista o hoxhista porque la concepción determinista de la revolución afecta a todas las viejas tradiciones obreras que pugnan por hegemonizar los movimientos de resistencia. Esto incluye al maoísmo, expresión más avanzada del marxismo durante el Ciclo de Octubre. Si tomamos la palabra a uno de sus heraldos más notables, vemos que el Partido Comunista de la India (maoísta) —PCI (m)— se ha referido varias veces, en lo que va de año, a la lucha contra las reformas gubernamentales en Francia3. El PCI (m) «desde su alma y corazón solidariza con los movimientos de la clase obrera francesa en curso y los alienta a mantener en alto la bandera de los trabajadores, la bandera roja»; denuncia a los partidos revisionistas porque «intentan por todos los medios desestabilizar el movimiento obrero en curso»; y llama a las «auténticas fuerzas comunistas y revolucionarias» a luchar contra el revisionismo y por el socialismo, considerando «necesario que la clase obrera francesa vaya a la huelga general para romper la espina dorsal del sistema». Hemos de reconocer que nos sorprende la ligereza con que los camaradas naxalitas relatan las luchas de clases en Francia, porque si hay alguna tonalidad roja que incide en el movimiento francés es el rojo amarillento del revisionismo y, fundamentalmente, del oportunismo. Dicho esto, y en lo que desgraciadamente es menos sorprendente en la casa maoísta, el PCI (m) hace suya la lógica sindicato—partido—revolución. Porque sólo presuponiendo la virtualidad revolucionaria de cualquier movimiento de resistencia bajo el sistema capitalista (sindicato), puede defenderse que evitar su desestabilización, su desvío de su cauce natural por parte del revisionismo, es la tarea de los revolucionarios (partido), en el camino por organizar la huelga general para la quiebra del sistema (revolución). No vamos a entrar ahora en qué significa dentro del canon naxalita el eje huelga generalromper la espina dorsal del sistema: de una lectura estricta de sus declaraciones sacaremos que el PCI (m) hace de la interrupción de la producción capitalista el medio inmediato para provocar el derrumbe del régimen burgués; de un repaso generoso de su línea podemos llegar a extraer que la huelga general estaría referenciando a un conjunto de dispositivos para la acumulación de fuerzas de la clase obrera desde sus reivindicaciones inmediatas, en dirección a la conformación de una fuerza insurgente dirigida por un partido maoísta. Las diferencias entre ambos extremos son graduales, de cantidad, y no alteran la calidad de la concepción insurreccional-espontaneísta que anuda cada uno de los momentos generales de la táctica revolucionaria delimitada para la clase obrera de Francia por el PCI (m).

Sin embargo, la dialéctica leninista nos sitúa ante dos certezas que arrumban la propuesta economicista de los camaradas de India: el imperialismo es la antesala de la revolución socialista y la escisión del socialismo es el resultado objetivo de la plenitud alcanzada por el capitalismo. Efectivamente, el capitalismo de forma genérica, y el imperialismo como su fase superior e irreversible, sitúan a la especie humana ante la posibilidad material de elegir entre Comunismo o barbarie. Y ésta es una elección —la comunista— en toda la profundidad del término: requiere de un sujeto consciente que en un acto volitivo decida optar por ese horizonte y determine todo su ser en función de los requisitos objetivos de su consecución, sintetizados en la cosmología revolucionaria marxista —pues como enseña el materialismo dialéctico, la teoría es indisociable de la vanguardia. Como hemos insistido, no existe un mecanismo inserto en la sociedad de clases que gradual y naturalmente nos haga transitar como especie del capitalismo al Comunismo. Y la suerte histórica del movimiento socialista, su escisión objetiva, es el testigo práctico de esta circunstancia. En sus albores el movimiento obrero llegó a tener sus propios códigos culturales internos y representar un magnífico tejido social hilvanado entre todo un sistema mutualista de resistencia. Legatario de todas las tradiciones revolucionarias, el proletariado se fabricó, bajo la dirección de una vanguardia socialista, las mediaciones más adecuadas para significarse en sus relaciones con el resto de las clases de la sociedad y ser un partido revolucionario. Aunque no hiciera la revolución. Porque el socialdemócrata, en cuanto tal, fue un auténtico Sísifo de la causa emancipadora. Pero en el momento en que el capitalismo se estabilizó y articuló su dominio financiero y monopolístico a escala planetaria, el perenne movimiento de la sociedad de masas se hizo normalidad y su carácter revolucionario quedó constreñido a la repetición, a la incesante reproducción del movimiento sobre su eje de rotación. El partido de masas socialdemócrata devino en su contrario, expresando el nuevo lugar del movimiento obrero en la etapa imperialista. Entonces el socialismo se escinde en dos partidos antagónicos, el partido obrero burgués —revisionista, que acumula fuerzas con el rotar del movimiento de resistencia de masas— y el partido proletario revolucionario —comunista, que debe generar desde fuera las mediaciones para romper las premisas sobre las que se sostiene aquella resistencia.

La dialéctica leninista del imperialismo y la revolución sitúa al sujeto como factor determinante de la transformación comunista de la sociedad. La forma del sujeto revolucionario la enuncia Lenin sosteniéndose en una ley socialista científica (la consciencia revolucionaria es un producto externo al movimiento espontáneo de masas) todavía socialdemócrata: sin teoría revolucionaria no puede haber movimiento revolucionario. La conciencia comunista del proletariado —la racionalización de la praxis revolucionaria por parte de la vanguardia— es la premisa y condición de posibilidad del Partido Comunista. Y de nuevo la misma elección consciente, la más profunda que enfrentamos como especie, revitalizada en el último momento del Ciclo de Octubre por los maoístas peruanos: la revolución depende de los comunistas, de los partidos comunistas. Pero hasta aquí la forma vanguardia-masas del Partido Comunista (socialismo científico + movimiento obrero) sigue respondiendo a una dinámica histórica que le precede, que es el resultado de la acción de otra clase revolucionaria (la burguesía) que cabalga las poderosas fuerzas sociales desatadas por el modo de producción capitalista, haciendo de la política el eje de su actividad y de la conquista del poder, del dominio sobre el Estado, su fin más elevado. El contenido del que se debe hacer cargo el partido proletario de nuevo tipo —recién escindido del viejo partido obrero— está signado por un movimiento de masas disolvente, revolucionario, que arrasa con todo en la mayor parte del mundo —cuyo rostro típico es el del campesino sin tierra encadenado a la semi-feudalidad— y que en el puñado de metrópolis imperialistas, donde la burguesía experimenta por primera vez la crisis política de su madurez monopolista conquistada, comprueba que no hay nada decidido: el mundo capitalista se tambalea y hay que lanzarse al asalto —sólo el liquidacionista dirá que no se debieron tomar las armas— y hay que procurar una dirección revolucionaria al inestable torrente de masas cuya mejor sección, no en vano, ha sido educada por generaciones en los códigos culturales y las certezas ideológicas del horizonte socialista compartido, formada entre las paredes de la casa del pueblo en la que resonaban con vigor los ecos marselleses, donde permanecía el olor de la barricada y se sentía el crepitar del fuego: el proletariado toma, necesariamente, el testigo revolucionario de la insurrección decimonónica. El entrelazamiento histórico de la revolución burguesa y proletaria signa el Ciclo de Octubre. Tiene que ver con lo que hemos denominado dialéctica histórica masas-Estado: la dirección política del movimiento social en marcha para la conquista del poder fue el fundamento objetivo al que se enfrentó el Movimiento Comunista Internacional (MCI) en sus inicios, el contenido del que hubo de hacerse cargo el sujeto revolucionario durante el primer ciclo de la RPM. Existía racional correspondencia entre esta democrática apertura histórico-política de la revolución socialista y el paradigma insurreccional. Pero las insurrecciones promovidas por la Komintern fracasan una tras otra. Los bolcheviques extraen enseñanzas universales de estos fracasos (teoría del socialismo en un solo país), pero su racionalización está condicionada por su ideología, por un sujeto que es parte material de esa misma realidad concreta. Precisamente por estos condicionantes, desde la perspectiva de la línea militar proletaria las derrotas se codifican como problemas de aplicación de la línea insurreccional y se intentan remendar en un plano político-organizativo, sin alterar la doctrina marxista sobre la violencia revolucionaria y su vinculación con la construcción del movimiento proletario (véase La insurrección armada de Neuberg, a pesar de todo, genial esfuerzo de la Komintern como intelectual colectivo del proletariado internacionalista).

Pero el sustento ideológico de esta particular configuración de la relación entre el sujeto y objeto de la revolución tenía que ver, en última instancia, con el carácter cientificista del paradigma de Octubre. La teoría de vanguardia terminó, durante el Primer Ciclo de la RPM, haciendo de las leyes de la revolución un objeto independiente del sujeto revolucionario. El maoísmo permite comprobar desde sus alturas esta problemática que corre con la primera gran ola de la revolución mundial. Así, la ley de la violencia revolucionaria es un objeto reconocido por todos los maoístas. Pero en su mayoría defienden que la guerra popular sólo es posible en los países oprimidos, mientras para los países imperialistas prescriben la insurrección como instrumento para la toma del poder. El cientificismo actúa así: sobre un lecho general, la ley de la violencia revolucionaria (que precede al MCI), se van acumulando los acontecimientos, se van registrando los datos. Pero no hay transformación de la ley. Es inalterable. A lo sumo hay revelaciones, partes de la realidad que no habrían sido suficientemente exploradas: por eso Mao puede descubrir que en la China semi-feudal oprimida por el imperialismo la violencia revolucionaria debe adoptar la forma de una guerra prolongada. Pero insistimos, según la concepción cientificista que abandera el maoísmo, la praxis revolucionaria, la transformación objetiva de la realidad social, no arrojaría saltos cualitativos en las leyes objetivas de la revolución, es decir, en las relaciones sociales objetivas que el sujeto va creando en su lucha comunista. Y esto es muy significativo, porque los presupuestos cientificistas del maoísmo entran en colisión frontal con las aportaciones universales que la experiencia histórica del MCI ha recibido de los propios maoístas: empezando por la guerra popular, por no hablar de la revolución cultural proletaria. Y sucede que este positivismo retrocede respecto de la ciencia para devenir idealismo subjetivo: la práctica como criterio de la verdad queda cancelada por la autoridad del observador maoísta. Aquí decimos maoísta, pero podríamos decir hoxhista, trotskista, anarquista o socialista, pues todos transgreden el principio materialista que Brecht, en su Galileo Galilei, pone en boca del italiano: «la suma de los ángulos del triángulo no puede ser cambiada según las necesidades de la curia». La cosmovisión retuerce al dato para mantener incorrupto el principio de su paradigma, aunque sea a costa de desentenderse de la acción histórica comunista y reducir su legado a un icono. Por esto para la mayoría de los marxista-leninista-maoístas la insurrección sigue siendo válida en el paisaje urbano y proletario, a pesar de Reval, de Hamburgo, de Guangzhou, de Shanghái, de Asturias y un inabarcable etcétera. El fracaso no se incorpora dialécticamente al proceso universal de la RPM, a su comprensión intelectual por parte de la vanguardia marxista... pero ¡tampoco se incorpora el acierto!, pues queda circunscrito a su apariencia, al contexto inmediato en que tuvo lugar: la guerra popular es celebrada, pero se margina como un producto exótico, de campesinos que esperaron por siglos el misterio de su dirección revolucionaria por el proletariado, por una clase ajena a su mundo. Idolatría. Fetichismo que espontánea y naturalmente encubre las relaciones sociales objetivas de todo tipo labradas por el sujeto revolucionario en el sendero del Comunismo.

Pero todo fetiche tiene su parte de verdad, su arraigo en las relaciones materiales que establecen los hombres. Incluso la idolatría: por eso Roma sigue donde sigue, aun con los desplazamientos provocados por la revolución copernicana. En el caso que nos ocupa, la parte de verdad la dispone el mecanismo universal de constitución del sujeto revolucionario en el Ciclo de Octubre, la forma general del partido proletario de nuevo tipo: la exterioridad entre la vanguardia comunista —la conciencia revolucionaria— y el movimiento de masas —el ser social. Sin ir más lejos, el proceso de reconstitución del Partido Comunista del Perú (PCP) se realiza sobre la asimilación por la vanguardia marxista de las conquistas históricas más avanzadas de la revolución mundial (principalmente, la experiencia del proletariado chino), el establecimiento de la línea general y su concreción política para la construcción de un movimiento pre-partidario en la dirección de iniciar la guerra popular. En el Perú del siglo pasado los comunistas aún podían confiar en que la chispa prendiera la pradera, en que la vanguardia revolucionaria del proletariado se fusionase con un movimiento de masas campesino, todavía disolvente de las viejas relaciones en el campo, para iniciar la guerra popular. La dialéctica masas-Estado aún tenía algo que aportar como palanca de la causa del proletariado internacional. Y el fuego senderista quemó la pradera, pero no incendió la urbe, por mucho que hiciera subir la temperatura de Lima hasta un punto inverosímil para cualquier revisionista. Tres décadas después, ningún partido maoísta ha superado el listón del PCP en la construcción del movimiento revolucionario en zonas urbanas. Pero vayamos a lo universal de esta experiencia y conectémoslo con lo que sabemos del imperialismo y la revolución, aprovechando la perspectiva que nos ofrece el Ciclo de Octubre concluido.

Si se presta la atención dialéctica debida, la experiencia del PCP nos enseña que la construcción del movimiento pre-partidario de la vanguardia comunista se realiza fuera del movimiento de masas. Esto es aplicación de la teoría de Lenin —liquidada por el revisionismo— sobre el partido obrero de nuevo tipo. Pero el PCP va más allá al integrar en la línea general el legado de los revolucionarios chinos: la (re)constitución del Partido Comunista y su consecutiva militarización para el inicio de la Guerra Popular implica que el trabajo de masas de la vanguardia comunista pasa de manera consciente y planificada de línea política a línea militar. La primera es la forma que adquiere la línea de masas para la acumulación de fuerzas entre los diferentes estratos de la vanguardia, estratos cuya diferencia se mide en términos cualitativos, en función de su grado de relación con la ideología y la política comunista. La segunda es la línea de masas para la acumulación de fuerzas entre las grandes masas de la clase. Y si nos atrevemos a progresar y tomamos la perspectiva del Plan de Reconstitución, vemos que ordenar la línea de masas política exige la escisión de la vanguardia marxista-leninista respecto del movimiento obrero: esto garantiza la independencia ideológica del proletariado, que el movimiento pre-partidario se organiza desde la teoría revolucionaria, que es en torno a ésta que se van articulando las relaciones ideológicas y políticas de nuevo tipo.

Esta escisión de la vanguardia hacia afuera está orgánicamente vinculada con su posterior fusión con el movimiento de masas. Pero es que esta fusión también implica un momento de escisión, sobre una base cualitativamente diferente. Aquí entra la línea de masas militar. Porque la reconstitución del Partido Comunista no consiste en diluir a la vanguardia comunista en las luchas reivindicativas de la clase obrera, en hacerla su dirigente. Una vez reconstituido, el Partido Comunista escinde el movimiento de masas, lo levanta de su suelo natural militarmente y lo organiza como frente del Nuevo Poder.

Y es que, muy a pesar de la sorprendentemente ingenua lectura que el PCI (m) hace de las reivindicaciones reformistas del movimiento obrero francés, el movimiento espontáneo de la clase ya no es, no puede serlo en las condiciones del capitalismo maduro, transformador, disolvente, ni desbordante en términos revolucionario-proletarios. Por esto la experiencia del PCP es un hito para los comunistas del mundo. Porque permite revolucionar la línea general del MCI (Ideología—Partido—Guerra Popular—Nuevo Poder) apuntando directamente a la lógica que debe presidir el Segundo Ciclo de la RPM: la dialéctica histórica vanguardia-Partido. El nuevo contenido de la revolución proletaria ya no está determinado por el objetivo ritmo revolucionario del proceso social capitalista. Su única determinación son las leyes objetivas creadas por el sujeto revolucionario durante el Primer Ciclo de la RPM. Todo un sacrilegio materialista para el vulgar agnóstico y el idealista subjetivo. El Partido Comunista dirigiendo guerra popular no toma, ni excita, ni acelera el eje político de resistencia sobre el que gira el obrero reproduciendo su explotación: sencillamente lo rompe conscientemente para aperturar volitivamente la fase de transición de la sociedad de clases al Comunismo. Es la lógica universal creada por el sujeto revolucionario a lo largo del Ciclo de Octubre. No estaba en ningún lado. Lenin y Stalin, Mao y Gonzalo, la clase en marcha como partido de nuevo tipo la ha generado con su praxis revolucionaria. Impensable sin un Engels, un Marx y la experiencia histórica que codificaron como teoría de vanguardia para todo un ciclo histórico de revoluciones, cuya base racional sigue estando a la orden del día. Sísifo se libera completamente de la maldición: el Partido Comunista como sistema único de organizaciones, como movimiento revolucionario que implementa una guerra civil planificada es la negación de la negación del viejo movimiento obrero socialista, Ciclo de Octubre mediante. Esta ley de la dialéctica no puede ser cambiada por las necesidades de los maoístas, que perseveran —incluyendo a la familia gonzalista4— en la maldición mecanicista: queriendo evitar que los partidos revisionistas desvíen al movimiento obrero de su supuesta inmanencia revolucionaria, no pueden más que ir detrás de ellos, recorriendo su mismo sendero, tal como ocurrió al grueso de los partidos de la Komintern respecto a la socialdemocracia.

Volvamos ahora al reino de la V República francesa. Lo que se ha dicho hasta aquí para la historia general del movimiento obrero sirve para cualquier forma de resistencia en el seno de la sociedad burguesa. Tampoco en la banlieue hay margen para la idealización anarquizante y espontaneísta de la revuelta popular. En aquella república no-oficial se abren brechas constantes, surgen vacíos de poder. Es el foso donde sobreviven las grandes masas sin organizar. Pero los obreros que allí permanecen no son revolucionarios en hibernación esperando el calor de una vanguardia que les guíe. No hay pradera que valga. Lo que el militante revolucionario de cualquier categoría (de maoístas a anarquistas, pasando por cualquiera que se haya extraviado en esto de la reconstitución) les vaya a decir sobre las penurias de la vida obrera, sobre la resistencia y la organización, ellos ya lo saben. Lo comprueban cada día. Allí sí se destacan auténticos líderes de barricada. Y por eso lo que necesitan es un horizonte cualitativamente diferente, en un plano más elevado. Necesitan que se les suministren los medios para poder elegir: Comunismo o barbarie.

De momento las condiciones culturales y políticas, subjetivas, que existen en los barrios proletarios hacen que los obreros sólo puedan escoger alguna variedad de la barbarie. Signo de la podredumbre del régimen burgués contemporáneo, algunos escogen la barbarie que menos se parece a la barbarie dominante, la que es capaz de presentarse como una auténtica alternativa al actual modo de vida, hasta el punto que algunos líderes de barricada —representantes de la vanguardia práctica— deciden que por esa ideología sí que vale la pena luchar y morir. Es entonces cuando se disparan todas las alarmas entre los guardianes europeos del orden y la ley —el polizonte francés y el flamenco liberal, el ultra polaco y el alemán identitario, el patriota húngaro y el socialfascista español— que le dicen al barrio, como el soldado británico en los mejores tiempos del Ulster, «no-go area» ¿Cuánto hace que el proletariado de las metrópolis imperialistas no inspira, como clase revolucionaria, este tipo de pánico entre sus opresores? Insistimos en despejar cualquier impulso espontaneísta: todo el sistema orgánico del que se dota la banlieue para sobrevivir está naturalmente dispuesto para detectar las intrusiones. Para desvelo maoísta, las masas no se levantan esperando su dirección comunista: ni está ni se le espera. La clave es que allí están los que no tienen nada que perder salvo sus cadenas. Son la base objetiva de la revolución proletaria, las masas con las que debe fundirse en un programa de transformación revolucionaria la vanguardia que es expresión de la decisión consciente, volitiva, de la clase hacia el Comunismo. La banlieue, el suburbio proletario, es el suelo social que la vanguardia marxista debe roturar, fertilizar y transformar en el proceso de reconstitución del Partido Comunista para el desarrollo de Guerra Popular. Donde la línea de masas comunista debe hacer transitar ese marco social de masas desmovilizadas a masas militarmente organizadas. Pero antes, y para ser digna de tal nombre, la vanguardia marxista debe ocuparse de situar la cosmovisión proletaria a la altura del saber universal y de la experiencia revolucionaria del MCI.

Que esto, el Balance del Ciclo de Octubre, es una tarea que convoca a todos los comunistas sin excepción, que no se circunscribe a los países imperialistas y que no deja exentos a quienes pilotan procesos revolucionarios en marcha, lo exige el decurso histórico y político de la RPM. Pero también lo muestran con sus declaraciones quienes objetivamente ocupan un lugar de vanguardia en el MCI. Que los camaradas naxalitas referencien como «una inspiración viva» para las masas de la India el movimiento de la aristocracia obrera de los países imperialistas resulta, como poco, complicado incluso desde una panorámica estrechamente nacional de la revolución en la India5. Con nuestra fuerza, minúscula comparada con el PCI (m), y deseando el destino más feliz para la guerra popular, lo aquí apuntado expresa nuestra lucha por el reforzamiento de la izquierda revolucionaria en todos los países. Lejos de la idolatría, la solidaridad hipócrita y el apoyo interesado —que tan caros resultan a los intereses del proletariado revolucionario, como demostró la liquidación de la guerra popular en Nepal— desde la Línea de Reconstitución practicamos la lucha de dos líneas como parte insoslayable del internacionalismo proletario, pues como el Galileo leninista que cinceló Brecht, sabemos que «se impone tanta verdad en la medida en que nosotros la impongamos» y que «la victoria de la razón sólo puede ser la victoria de los que razonan».

En la retaguardia sur atlantista: «Lluvia, sol y guerra en Sebastopol»

La guerra imperialista en la frontera oriental de la UE puede desembocar en intercambio nuclear o en la balcanización de la sexta parte del planeta. ¿Qué ocurre mientras en la retaguardia atlantista al sur de los Pirineos? La politología, cortesana y plebeya, afinó por meses su ciencia cara a las elecciones generales del 23J: ¿cómo influirían la presión atmosférica del verano y la posición lunar en el votante? Tras el recuento de papeletas, más de lo mismo, los cerdos hunden su hocico en el pesebre, como si en su fondo les aguardara la noticia de última hora: ¿pacto o repetición electoral? En relación a la guerra en Ucrania, indiferencia compartida entre todos los payasos, malabaristas y vendedores ambulantes que participan de la feria de la democracia burguesa. Pero la perezosa mirada española hacia la política exterior, la indolencia de los parlamentarios y aspirantes ante una guerra fronteriza en la que están participando por delegación, no sugiere una excepcionalidad nacional (todos los nacionalistas se creen excepcionales, los elegidos) ni es el rasgo definitivo del carácter ibérico. Es solo el correlato del lugar que el Estado imperialista español ocupa en el tablado de la política mundial, la medida de sus intereses directos en aquel conflicto.

Durante la carnicería de la guerra de Crimea en el siglo XIX, la reserva moral de la burguesía española —vieja nobleza agraria castellana, convertida por la vía prusiana en nueva clase burguesa terrateniente— amasó una fortuna. El asedio de Sebastopol y unos buenos años de cosecha satisficieron las mezquinas expectativas de esta clase, que encontró en el mercado europeo del cereal rápido beneficio a su escasa paciencia. La ganancia le procuró más tiempo para perfeccionar sus viejas virtudes, como concentrarse en retener en sus manos el aparato coercitivo-militar del Estado liberal en construcción, agarrotando al sector más dinámico y transformador de la burguesía democrática. Aquella clase picaresca también conquistó más espacio para explorar nuevas inquietudes, cruzando sus vínculos con los del floreciente capital bancario... una forma de abuso mucho más lucrativa que cualquiera en el Antiguo Régimen. Lluvia, sol y guerra en Sebastopol pasó a ser plegaria de la nueva élite capitalista del país, decididamente enjuta, cobarde y sin ingenio. Porque en la antesala de la transformación imperialista del mercado mundial, España quedaba situada en el rango de las potencias menores, como alimaña que espera agazapada el botín despreciado por bestias mayores. El rescoldo metropolitano del Imperio, de vuelta de todo, se conformaba —a la fuerza— con algo pequeño y cercano: un patio trasero. Cuestión de lindes, el muerto le tocó a Marruecos. El país del Magreb ha sido ese lugar especial en que la burguesía española ha vertido históricamente sus energías expansionistas, la tierra prometida en la que aparcar las rencillas entre partidos y cabalgar juntos por el orgullo nacional. El paraíso donde el torero podía desquitarse de su complejo de espada corta y cargarse el traje de luces con medallas de oro y sangre. El casino en que intrigar negocios sin la presión de unas masas obreras y campesinas que extraña vez se dejaron embaucar y que, por norma, despreciaron el aventurerismo africanista. Marruecos colonial, la casa-cuartel donde el patriotismo español ultimó el asalto asesino contra la «España del cincel y la maza». De la deshonrosa guerra de África a la desastrosa guerra del Rif, sin olvidar la infamia monárquica, republicana y fascista del protectorado, el caballero español nunca olvidó sus hazañas en el coso marroquí, ni dejó de actuar en indigna consecuencia. Tampoco hoy, a pesar de la angustia socialchovinista que estremece al PML(RC)-Frente Obrero en su cruzada por «recuperar España», en la que —desviando la atención de la guerra imperialista en Ucrania— defiende que «el único enemigo es Marruecos» y demanda al patrón que cierre las fronteras del Estado burgués al obrero inmigrante. Apelando a los instintos más bajos, los frentistas se escuadran y desfilan dando vivas a la patria «devota de Frascuelo y de María».

La guardia mora del caudillo fascista fue licenciada con honores y —transiciones— Hasán II terminó bendecido como el primer custodio de la democracia española al otro lado del monte Gurugú. Entre sus funciones, regular el caudal de fuerza de trabajo que llega a Europa por el flanco suroeste. Llámesele traficante de esclavos o egresado en recursos humanos, la diversidad de capacidades que la división internacional del trabajo demanda al Estado marroquí es definida por el cernícalo peninsular (equivalente autóctono del halcón atlantista) como colchón de intereses compartidos. En su vertiente militar, estos intereses compartidos por las burguesías del Estrecho se ensamblan vía OTAN. En 2022, el concepto estratégico de la cumbre de Madrid formalizó entre los quehaceres de la santa alianza la defensa del flanco sur, haciendo del Sahel el limes meridional del imperio. Marruecos, socio estratégico del atlantismo, es el glacis africano entre el jardín fortificado y la jungla expoliada. Este glacis —cuya relevancia cotiza al alza dada la creciente rivalidad imperialista y su explosiva concreción en la región occidental africana, donde aquella se agrega a las siempre inestables contradicciones entre las fracciones dominantes de aquellos países— no es un accidente geográfico, sino que ha ido sedimentando históricamente por la acción del imperialismo español y francés, yanqui y alemán. La orientación doctrinal del ejército español —criminal como el que más— resume este proceso y lo concreta en sus relaciones presentes con las no menos despreciables fuerzas alauitas. Esta doctrina insta a vigilar al moro, siempre susceptible de violar la integridad territorial del Estado, a la vez que se apoya en él para «proyectar estabilidad exterior» y articular la seguridad interna. Esto es lo principal en el militarismo español, su obsesión morbosa con el sur6. El resto de sus participaciones exteriores —las excursiones bálticas, la misión turca, la aventura ucraniana— son complemento, el esfuerzo, con más o menos entusiasmo militante, que debe realizar el sicario hispano para después reclamar su parte del león: como la división azul en la Unión Soviética o los cascos color divisionario en Yugoslavia. Muy sugerentemente, la guerra de Ucrania no ha provocado hasta el momento cambios en la doctrina española —a finales del año pasado vio la luz la primera revisión del denominado «Entorno operativo 2035», que sigue fijando toda su atención en África.

La política exterior de Madrid expone las contradicciones entre el capitalismo monopolista ibérico y la burguesía marroquí. Es el guarismo imperialista de su papel subsidiario en la santa alianza. Y es también un concentrado de la pugna en el interior del Estado español. Es aquí donde encaja coherentemente el revenido sentimiento españolista, supuestamente herido por Marruecos. La reestructuración interna del imperialismo europeo desde inicios del milenio ha provocado profundas alteraciones que se han expresado en cada país en función de sus correlaciones de clase internas. Hemos dado unas pinceladas sobre la situación francesa. En el caso del Estado español la forma crítica de esta reestructuración tomó el aspecto de lo que hemos denominado crisis de la Restauración 2.0. Aquí la elección de la clase dirigente entre «Europa o justicia social» se daba en otros términos: primero, porque el imperialismo español, menor que el francés, estaba unos pasos por detrás en cuanto a la construcción del Estado social. Europa era, contradictoriamente, el modo más sencillo de acortar diferencias con los países homólogos, a la vez que el techo de cualquier avance en sentido social. Además, esto es lo segundo, la disyuntiva ibérica se completaba con la cuestión nacional, dado que el Estado español ha sido desde 1978, y sigue siendo, la alianza internacional entre la burguesía española y las burguesías nacionalistas periféricas. Asumir el horizonte de Bruselas implicaba a medio plazo seccionar gravemente el peso cuantitativo de la aristocracia obrera en el aparato del Estado y redefinir el lugar de la burguesía vasca, catalana y gallega. El modelo típico occidental de acumulación de capital desde los 1980 dio lugar al milagro español de finales de siglo, propiciando el ascenso de nuevos intereses de clase, burgueses, y la ruptura de los consensos que articularon la dictadura del capital durante dos décadas: el aznarato fue la cúspide de este enredo entre explotadores, donde aquellos nuevos intereses debían hacerse hueco a costa de desplazar a las burguesías periféricas nacionalistas. Hacia afuera, esto se expresó como brecha entre el sector atlantista y el europeísta (intervención imperialista de 2003 en Irak). La posterior laminación del Estado del bienestar en las décadas que nos preceden ha sido, en lo fundamental, conquistada por la burguesía financiera, pero a costa de enajenarse a amplios sectores. En su aspecto más estrechamente burgués, nacionalista, mercantil y parlamentario, el movimiento nacional en Catalunya —que también ha sido un movimiento democrático, de masas, enfrentando la opresión nacional del polizonte español— ha sido una manifestación de ese forcejeo al interior del bloque dominante y una medida del grado de ruptura de esas viejas mediaciones que coagulaban como Estado español.

Tras el 15-M, el ascenso de Podemos, la abdicación del Borbón restaurado y en medio de un independentismo catalán en auge, el capital monopolista intentó culminar el programa de reestructuración de su dictadura de clase con el modelo alemán, con una gran coalición a la española (lo que en Francia se está completando por fuera del sistema de partidos): en 2016 el PSOE se abstiene para que gobierne el PP. Pero a un sector de una fracción del bloque dirigente —el más sensible desde el punto de vista de las alianzas de clase que vertebraron España desde 1978— le entró vértigo. Esto fue, en términos de clase, la telenovela de nuestro conde de Montecristo, del pendenciero perro Sánchez. ¿Su venganza contra las élites del IBEX-35 que lo empujaron a la oscuridad? ¡Volver para evitar la ruptura del Estado español convocando los apoyos de los que debían escindirlo! El resultado mediato de la maniobra sanchista fue la recomposición parcial de dos grandes bloques que no pueden volver a ser exactamente como eran antes, plácidamente bipartidistas en un régimen sólido y estable. Uno de los bloques se dice social-plurinacional, así que el otro se presenta como nacional-español. El chovinismo de gran nación ascendió durante una década como reactivo contra la autodeterminación y la democracia en Catalunya. La afrenta de Sánchez y su banda —el marqués de Galapagar, los botiflers de la Generalitat y los Mandela y Desmond Tutu de EH Bildu, ese pequeño partido vasco con gran sentido de Estado español— fue el golpe definitivo para el resurgir de este negro buitre carroñero, alimentado con el alpiste de la opresión nacional. Y de nuevo, cuestión de lindes… y de reflujo nacional-estomacal. El torero se irrita porque siempre consideró que las orejas y el rabo del Sáhara occidental eran de su propiedad. No concibe que, desatendiendo toda su trayectoria asesina y las reglas más elementales del latrocinio imperialista (ONU), desde el palco de la OTAN otorguen el mérito de la faena a un banderillero que para colmo es musulmán. Y, definitivamente, lo que revuelve al señorito es que haya sido el gobierno plurinacional el que ha convenido regalar —y ciertamente, fue todo un regalo entre caníbales— la finca sin escriturar que dejó el abuelo Paco. Y así, todas las miserias de la política interna, junto al lugar real del imperialismo español en el exterior, suman al enfado patriótico, excitado por los ultramontanos entre toda la masa borreguil de la burguesía pequeña y mediana de la nación opresora.

Un matiz respecto a esos mismos estratos sociales en Alemania o Francia: el tópico de la soberanía nacional no es explotado por la burguesía española, ya que ello lleva a la confrontación (aunque sólo sea suave y verbal) con las estructuras del bloque atlantista (en las que se ha fundido cualquier resquicio de autonomía europea), cuestión que no le despierta especial interés. Esta demagógica tarea ha recaído inercialmente en el revisionismo, expresión política de la fracción arribista de la clase obrera, más interesada en intensificar la explotación y extender las fronteras del coto de caza de sus propios caníbales. Y es por eso que aquí debe reconocérsele al Frente Obrero —y a la versión posmoderna, reducida y castiza del general Boulanger— que es buen vasallo de su señor y que, en gracia, replica su carencia de ingenio. Porque la reconquista de la soberanía nacional que promueve el hispánico león frentista es el lugar común del economicismo y del identitarismo espontaneísta, del reformismo republicano y del revisionismo frentepopulista dominantes entre la vanguardia de la clase obrera. Así que cada vez que la funcionaria feminista, el nacionalista pequeño-burgués y la sindicalista de barrio cancelan, protestan, denuncian, señalan a los frentistas, asistimos a un verdadero acto de católica contrición: porque el éxtasis anti-universalista que alcanza el reformismo socialchovinista en el programa del Frente Obrero es el decantado socialfascista de los pecados burgueses compartidos por todo el revisionismo y el oportunismo.

Precisamente es aquí donde debe insistirse en lo que el empeño frentista sí tiene de aprovechamiento novedoso de las circunstancias. Porque el frontman Vaquero —que presume de frecuentar con guardias civiles en la carrera de San Jerónimo— ha sido un buen pícaro oportunista, ha sabido ser lo suficientemente incorrecto como para corregirse, construyendo un partido en extremo receptivo —todavía más que sus competidores sociales tipo PCTE— a las correlaciones de fuerzas que se vienen en el seno de la clase dominante. De ahí que se ofrezca servilmente para representarlas como su apoderado en los barrios obreros, como garante del orden burgués y español en un contexto de grave crisis y creciente inestabilidad. Sus soflamas —que hechizaron a 46.000 compatriotas en las recientes elecciones— son una síntesis demagógica de revisionismo, anti-cosmopolitismo e irredentismo españolista. Un discurso tan degenerado como acorde a la unión sagrada a la que da forma en su programa reformista, que funde los intereses de la aristocracia obrera radicalizada con las ensoñaciones patrióticas e imperiales de la pequeña burguesía. Clase entre la que, dicho sea, siempre han deambulado estos frentepopulistas. Y es que hasta ayer mismo los frentistas españoles predicaban, haciendo frente con la pequeña burguesía independentista, que la nación española no existía, que no podía ser ni honrada ni ultrajada, pues era un artificio de las élites cosmopolitas del Estado español, una imposición contra natura para aplastar a las naciones verdaderas. Esta fábula nacionalista incluía la demanda de la menesterosa y crucificada Castilla, sobre la que la revista De Acero elaboró una interesantísima reflexión —al nivel de la erudición de nuestro posmoderno Boulanger— acerca del manto sagrado que debía cubrirla, en el sepulcro de las naciones muertas, antes de su resurrección obrera: «fondo carmesí, castillo dorado en el centro y una estrella roja perfilada en amarillo arriba del castillo» (De Acero nº 3, pp. 12-13... y quien tenga estómago, que visite el artículo sobre la cuestión nacional del nº 1). Pero esto fue en el pasado, antes de que la Verdad hispánica se revelase (fondo rojigualdo, en uniforme verdoso o azulado, con protecciones oscuras en cabeza, pecho y extremidades, trazo blanco fariña para servir a la patria y blandiendo arma perfilada para abollar cabezas de independentistas catalanes) para luego hacerse carne en el frente nacional de Vaquero. Así, captando el momento político y siendo sensible a las inquietudes de las masas a las que aspiraba a dirigir, la jefatura hoxhista apostató del españolismo vergonzante y se convirtió al españolismo más desvergonzado. Por supuesto, como hemos apuntado, en esta reconstrucción de su percepción nacional el converso no alteró su concepción del mundo. Así, este partido obrero social-nacional encarna políticamente el vínculo histórico entre reformismo y fascismo (vínculo que es dialéctico, que el marxismo-leninismo exige comprender históricamente, tal como abundamos en este mismo número de Línea Proletaria —ver a continuación nuestra Tesis sobre el socialfascismo. Lo que no excluye que aquel pueda aparecer en forma concreta y corporizado en un movimiento político, como es el caso). En definitiva, el Frente es la forma acabada del asalto a la razón que domina en la vanguardia, cuyo movimiento depende completamente de los ritmos y bandazos que dictan las contradicciones de la clase dominante. De ahí que, a fuerza disputar las masas al enemigo fascista, las motivaciones e intereses de clase frentistas hayan terminado por hacerse indistinguibles de los hogares sociales, bastiones frontales y parodias de somatén, tipo la compañía escuadrista Desokupa.

El nacionalismo español se ceba en casa con las naciones oprimidas y, cuando puede, se desfoga en el patio trasero, aunque sea contra una valla y en la oscuridad de la noche (Ceuta, Melilla). Entre las latitudes de esa geografía se dan por servidas las apetencias más soberanas del picoleto, que en política exterior es, con todo lo que se pueda decir de sus crímenes imperialistas, un caníbal de segunda («menos Siria y más Soria» le susurraban sus cortesanos sensatos al delirante Aznar allá por los 2000). Correlativamente, un importante sector del revisionismo, el mismo que ayer confederaba su republicanismo con el independentismo pequeño-burgués, ha readaptado su discurso a los desplazamientos provocados por las luchas de clases, acomodándose a los reajustes nacionales de un gran capital siempre más vigilante con el moro, el vasco y el catalán que con la gran política internacional. La trayectoria del socialchovinismo de gran nación (cuya forma sublimada es el frentismo socialfascista), pone nuevamente de relieve que la lucha contra el revisionismo debe asentarse en los principios universales del comunismo, en la fundamentación científica del internacionalismo proletario y en la intransigencia con cualquier tentativa que matice la centralidad que ocupa la conciencia proletaria en el cumplimiento del Plan de Reconstitución del Partido Comunista.

El derrotismo revolucionario y la reconstitución de la Línea General del MCI

En las respectivas retaguardias de los bloques imperialistas en pugna, la lucha de clases nos muestra que el proletariado no actúa como sujeto independiente, no incide en la gran lucha de clases como partido revolucionario. Cualquiera que no se haya enajenado completa e irreversiblemente de la sociedad contemporánea puede palpar esta evidencia. Por ejemplo, el Partido Comunista Obrero Ruso (RKRP, por sus siglas en ruso) es capaz de sentir y reconocer que el proletariado no es una fuerza independiente en Rusia. Pero ¿cuál es su decisión volitiva al respecto? Plegarse al militarismo de la burguesía, defender la intervención imperialista en territorio ucraniano por una suerte de anti-fascismo de Estado. Podrido de socialchovinismo, el RKRP encuentra la revolución inverosímil y decide aferrarse a las certezas de la barbarie neo-zarista. La Unión de Comunistas de Ucrania (SKU) ha realizado, sin embargo, el camino inverso7. Partiendo de la misma concepción y línea política que el RKRP —los dos son destacamentos vinculados al encuentro internacional de partidos comunistas y obreros (EIPCO), que reúne a lo más insigne de la ortodoxia revisionista pro-soviética en el MCI— la SKU defiende la consigna de transformar la guerra imperialista en una guerra civil revolucionaria: llama a los obreros uniformados de Rusia y Ucrania a volver las armas contras sus respectivos gobiernos capitalistas, prescribe al proletariado de los países occidentales similar deber y reivindica el principio de combinar el trabajo legal y clandestino. El posicionamiento de la SKU, una vez ha caracterizado la guerra como imperialista, se sustenta en tres aspectos cardinales para cualquier marxista: la división internacionalista de la acción proletaria, el trabajo clandestino de los comunistas y la violencia revolucionaria. De estos principios se deducen otros como la defensa de la autodeterminación nacional. En suma, la SKU defiende una posición justa en la guerra imperialista que devora a los obreros de su país, rechazando el defensismo patriótico y haciendo suya la política de derrotismo revolucionario. Y todas las graves y evidentes carencias de su línea política no ocultan esta verdad. No obstante, la SKU plantea un derrotismo revolucionario de viejo tipo.

Decimos que es un derrotismo revolucionario de viejo tipo porque la SKU acierta al plantear los principios marxistas que deben regir la actividad comunista en las circunstancias específicas de la guerra en Ucrania. Sin embargo, el enfoque es incompleto, porque estos principios no decantan, no se concretan en una línea política para la rearticulación del movimiento revolucionario independiente del proletariado. En Lenin, el imperativo marxista de transformar la guerra imperialista en guerra civil se sustenta en la combinación de una serie de fenómenos relacionados con la guerra imperialista junto con la actuación revolucionaria de las clases oprimidas contra el gobierno propio. Esta fórmula es indisociable de la dialéctica leniniana del imperialismo y la revolución, que destaca la relación material entre los factores objetivos y subjetivos de la revolución proletaria en general y que, si la restringimos a la organización de la clase obrera, nos remite al partido proletario de nuevo tipo. La fórmula internacionalista de Lenin para combatir la guerra imperialista, establecida en el alba del Ciclo de Octubre, sitúa a la vanguardia revolucionaria en primer plano, le otorga un papel sustantivo. Pero sólo a condición de que esa vanguardia sea capaz de vincular lo general con lo concreto, de desarrollar una línea de masas acorde con las circunstancias, con las necesidades prácticas de la construcción del movimiento revolucionario. Aquí lo general son los principios que apelan positivamente a los instrumentos de la revolución, pero también el marco material en que se desenvuelve el proletariado comunista como sujeto histórico concreto: la sociedad de masas, el imperialismo, el movimiento obrero como factor de reproducción de la sociedad de clases, el antagonismo objetivo e irreparable entre los dos partidos del socialismo, la desconexión absoluta entre reforma y revolución, etc. Y lo concreto es la correlación de fuerzas entre las clases y en el seno del proletariado, los medios concretos a través de los cuales ampliar el radio de acción del comunismo revolucionario. En el caso bolchevique —durante la primera guerra mundial, cuando habían constituido su partido revolucionario como fusión entre el socialismo científico y el movimiento obrero— esos medios remitían a las formas de lucha para seguir construyendo el Partido Comunista apoyándose en unas masas movilizadas y galvanizadas en el transcurso de la guerra imperialista, a la correlación específica de estos medios políticos con la línea militar para la destrucción del Estado burgués, a la línea de masas para reconstituir la Internacional combatiendo al oportunismo de tipo kautskiano, etc.

Todos estos elementos están codificados en la fórmula leniniana contra la guerra imperialista, cuyo aspecto principal es el derrotismo revolucionario, que establece la pauta táctica, el ajuste del plan para la conexión y articulado de los aspectos generales y concretos de la actividad de la vanguardia marxista. La cuestión es que la postura internacionalista de la SKU no pasa, en el terreno ideológico, de enumerar una serie de principios revolucionarios. Y esto es muchísimo, más ante el putrefacto hedor socialchovinista que emana del cuerpo mayoritario del MCI. Pero esto es insuficiente, porque la proclamación de los principios generales es la carta de presentación del revisionismo. Es decir: por sí mismo, ese acto declarativo no sirve para alterar la correlación de fuerzas en el MCI en favor de la izquierda revolucionaria. Véase al EIPCO y al PCTE, que se ha solidarizado solemnemente con la SKU ¿Cómo aplica este partido del Estado español el llamamiento a transformar la guerra imperialista en revolucionaria? Pues manteniéndose en su tradicional postura socialpacifista, que traslada su programa reformista al plano internacional. Para los comunistas «romper el eslabón débil de la cadena imperialista» significa aplicar el principio de la destrucción de la máquina estatal burguesa mediante la violencia revolucionaria del proletariado. Para el PCTE significa desacoplar a su Estado imperialista de algunas de las instituciones de las que se ha dotado el capital financiero internacional para articularse a escala global. El PCTE ignora cualquier problemática relacionada con la línea militar proletaria y la destrucción del Estado burgués, se aferra al mito del rapto de la soberanía nacional y decreta como el non plus ultra de la RPM que un Estado burgués se retire unilateralmente de la UE y la OTAN. Esto, claro, es otra forma de socialchovinismo, hipócrita hasta la médula, porque se deshace en frases revolucionarias y simpatías comunistas: también el RKRP amenaza con la futura aniquilación del capitalismo ruso, mientras su táctica patriótica y anti-fascista guía a los obreros a los altares del matadero nacional.

El derrotismo revolucionario exige el esfuerzo intelectual de vincular los elementos universales y específicos de la revolución para hacer de la lucha contra la guerra imperialista un hilo conductor de la línea de masas de la vanguardia comunista. En las actuales condiciones históricas, finalizado el Ciclo de Octubre, este esfuerzo es parte de la reconstitución de la ideología proletaria y la recomposición de la Línea General del MCI. Tomemos bajo esta perspectiva las nociones marxistas expuestas por la SKU en su justa, pero incompleta, posición contra la burguesía ucraniana y contra los cantos de sirena del chovinismo gran-ruso. El principio organizativo de combinar el trabajo clandestino y legal debe comprenderse como la expresión organizativa de la concepción leninista del partido obrero de nuevo tipo. Se trata, entonces, de hacer descender este principio dilucidando los requisitos de la línea de masas para la reconstitución de la ideología proletaria en el contexto particular de cada país. La problemática de la violencia revolucionaria debe entenderse en función de la relación entre vanguardia y masas. Primero, como asunción y defensa de la línea de Guerra Popular para preparar la reconstitución del Partido Comunista para la dirección de la guerra civil revolucionaria. Y segundo, y especialmente en un país conmocionado por una guerra imperialista en marcha, observando la relación entre esta guerra y la táctica para la recomposición del partido proletario, contrastando los sectores de masas en los que debe apoyarse la vanguardia para completar sus tareas, así como los medios de los que debe dotarseincluidos los militares, aunque en la fase pre-partidaria de la revolución sean sólo complemento de la línea de masas comunista. Finalmente, la división internacionalista del trabajo impele a hacer del combate sistemático contra el socialchovinismo una tarea esencial de los comunistas revolucionarios. En el contexto ucraniano, esta lucha exige apuntar contra el chovinismo ucraniano, pero también contra el chovinismo gran-ruso, fuertemente implantado entre la vanguardia que falsamente se reclama heredera de Octubre. En suma, cualquier posibilidad futura de recomponer la confianza internacionalista entre el proletariado ucraniano y ruso pasa por su vanguardia comunista, por la aplicación del derrotismo revolucionario en la perspectiva de la reconstitución comunista —de la creación de las condiciones de vanguardia para implementar el Balance del Ciclo de Octubre— y reforzando la lucha contra la corriente nacionalista y espontaneísta que pudre las cabezas del proletariado y lo envía a la picadora de carne del imperialismo.

Comité por la Reconstitución

Agosto de 2023


Notas:

1 Marx puso de relieve el «curioso fenómeno de la historia de la industria moderna, consistente en que la máquina echa por los suelos todas las barreras morales y naturales de la jornada de trabajo». El Capital, Libro I, Tomo II. Akal, Madrid, 2014, p. 127. En tal sentido la guerra burguesa, la más elevada forma de la industria de la destrucción de fuerzas productivas, es como cualquier otra industria y Prigozhin ha sido su más prístino exponente, por ser el actor más libre en el sentido liberal del término (pues en él recaían menos restricciones legales y morales que en el principal industrial del gremio: aquí, el Estado monopolista ruso). En la guerra burguesa el trabajo es un resorte de la máquina (la infantería wagneriana avanzó en Artiómovsk como el mejor resorte de la artillería) y las necesidades de la máquina (trabajo muerto, capital) van derribando toda barrera moral establecida en la sociedad, revolucionan la división social del trabajo y sus condicionantes culturales (promete al preso, fuera de toda legislación previa, la manumisión al grito de libertad o muerte). Además, en la Tercera Roma, como en toda sociedad contemporánea, cuentan con «ese órgano específicamente cristiano [la concepción del mundo burguesa: aquí, el nacionalismo ruso] que permite predicar la esclavitud de las masas para que unos cuantos advenedizos semicultos se conviertan en... [ahí está el mismísimo Prighozhin] 'extensive sausage makers'». Op. cit. 128-129.

2 De hecho, el modelo de reclutamiento wagnerista se alteró a principios de 2023, sin por ello dejar de seguir apelando al mismo estrato social como base de masas de su partido (que terminó adoptando una forma político-militar) dentro de la tambaleante sociedad rusa. De los presos, que no dejan de ser un concentrado de la capa inferior de la sociedad, Wagner redirigió su atención a los gimnasios y clubes de artes marciales (parada habitual de hooligans fascistas y veteranos de la guerra de 2014); extendió una red de más de 40 oficinas de reclutamiento en toda Rusia, prestando particular interés a las zonas más deprimidas, donde las masas hondas del proletariado carecen de cualquier expectativa, como Siberia; y creó una rama de encuadramiento juvenil, la Wagnerenok. Hacia arriba, esta red enlazaba simpatías públicas con sectores del aparato de Estado y la empresa privada.

3 A este respecto hemos tomado dos declaraciones del Comité Central del PCI (m), amplia y acríticamente difundidas, como es costumbre, por el maoísmo internacional: «De India a Francia» y la «Nota de Prensa» del 28/04/2023 para el Primero de Mayo. Para la primera: https://www.revolucionobrera.com/internacional/mci/francia-4/
Para la segunda: https://bannedthought.net/India/CPI-Maoist-Docs/Statements-2023/2023-04-28-CC-StmtOnMayDay-Eng.pdf

4 No queremos dejar de insistir en que nuestra crítica, en sus fundamentos materiales, apunta al maoísmo como conjunto, pues en mayor o menor medida todas sus familias comparten los presupuestos, hoy caducos, del paradigma de Octubre. Y es que no vale aceptar genéricamente «guerra popular» como línea militar, del mismo modo que no vale aceptar «reconstitución» cuando se utiliza volitivamente para justificar cualquier actividad de vanguardia. Así por ejemplo, la nueva Liga Comunista Internacional (LCI), de tendencia gonzalista, defiende la «universalidad de la guerra popular» a la vez que profundiza en los prejuicios espontaneístas y lugares comunes propios del revisionismo. Porque sólo bajo un fatalismo determinista irracional se puede afirmar en 2023 una boutade del tipo «la RPM está en ofensiva estratégica». En esto sí han acertado los naxalitas cuando, recientemente, han dicho de ese análisis que es subjetivo. Y es que para los comunistas el voluntarismo subjetivista se caracteriza por independizar al objeto del sujeto. Es decir: para el voluntarista la revolución proletaria es un proceso objetivo dado, que va avanzando en sus tareas con el concurso circunstancial y político de la vanguardia revolucionaria. De este modo, el sujeto resultaría secundario, exterior al mecanismo objetivo. Esta pobre visión, que debe mucho al viejo paradigma insurreccional y no logra asimilar las mejores lecciones del PCP, excluye la fusión de sujeto y objeto, objetivamente rechaza la necesidad del Partido Comunista en términos leninistas —y, consecuentemente, malogra la lógica objetiva, históricamente determinada por la experiencia del MCI, para su reconstitución. Normal que, bajo tales premisas, para medir la situación real del MCI aquellos gonzalistas puedan prescindir ¡de la realidad de la vanguardia comunista! Pero en descarga de la LCI diremos que esa relación voluntarista entre sujeto y objeto (entre vanguardia y masas) es la que se prefiguran todos los maoístas, incluidos los camaradas del PCI (m), que —como demuestran sus declaraciones sobre Francia— pretenden que basta con dotar al movimiento de masas de la dirección correcta para ir hacia la conquista del poder. En última instancia, y bajo esa perspectiva, la diferencia entre el reformista y el revolucionario sería gradual y versaría sobre el énfasis, la energía y el empeño subjetivo del destacamento (reducción del Partido a suma de individuos) que se ha puesto a la cabeza del proceso dado. Entonces, no se trataría —como sí prescribe el marxismo de nuestra época— de generar relaciones sociales de nuevo tipo desde la consciencia (construcción concéntrica de los instrumentos de la revolución a partir de la ideología proletaria: dialéctica vanguardia-Partido), sino que la revolución quedaría constreñida a la cuestión de la dirección política sobre las relaciones instituidas por la división social del trabajo (se les rotulen como resistencia anarco-sindical, movimiento insurreccional, guerra popular y hasta reconstitución... atrapadas todas en una lógica politicista sin recorrido para el proletariado comunista: dialéctica masas-Estado). El voluntarismo se encuentra aquí con el determinismo oportunista, porque su base ideológica y su posición de clase son idénticas: el idealismo subjetivo, el deber ser socialista del viejo Bernstein. La intervención polémica de los naxalitas contra la LCI, «The Stand of CPI (Maoist) on the formation of International Communist League (ICL)», repite los lugares comunes del maoísmo que han sido tratados por la Línea de Reconstitución anteriormente. Véase, por ejemplo, «Tres artículos de la Línea de Reconstitución sobre el maoísmo», compendio editado el pasado mes de marzo por Ediciones El Martinete. No obstante, en el futuro tendremos ocasión de volver sobre la lucha de dos líneas que está atravesando al ala maoísta del MCI, pues está tocando aspectos clave del Balance. La declaración naxalita puede verse aquí: https://bannedthought.net/India/CPI-Maoist-Docs/Statements-2023/2023-06-11-CC-CPI-MaoistStandOnICL-Full-Yellow-OCR-Eng.pdf

5 ¿Debemos creer que la resistencia de la aristocracia obrera de un Estado imperialista contribuye a la lucha de las masas de un país que el PCI (m) define como semi-feudal y semi-colonial? ¿De verdad hay «inspiración viva» en el sindicalismo europeo del siglo XXI para el desarrollo de la guerra popular y la táctica urbana de la revolución en India? Defender esto ya debía ser engorroso para un marxista en la India de finales de los 1960, época de la Gran Revolución Cultural Proletaria en China, cuando el país-continente contaba 545 millones de habitantes y un 20% de población urbana (una proporción campo-ciudad similar a la Rusia de la Gran Revolución Socialista de Octubre). La suscripción de ese planteamiento 50 años después es directamente insostenible, dado todo el bagaje revolucionario que acumula el MCI, conociendo el grado de penetración de las relaciones capitalistas en todos los frentes y cuando 490 millones de indios (35% del total) viven en ciudades.

6 Los intereses del Estado imperialista español son mucho más amplios y no se contentan con mantener a raya al magrebí y engrilletar al subsahariano. Latinoamérica es, de hecho, el principal foco de atención financiera del capital monopolista. Es sólo que al otro lado del Atlántico el dominio no puede establecerse en los mismos términos, dadas las correlaciones de fuerzas. Allí el militarismo españolista, por razones históricas y políticas, debe contentarse con jugar a otra cosa. Pregunten, por ejemplo, en Caracas.

7 La posición de la SKU se desarrolla, fundamentalmente, en su declaración del verano de 2022 «O voyne i zadachay rabochego klassa» —Sobre la guerra y las tareas de la clase obrera— de la que sólo contamos con su versión en ruso: http://www.solidnet.org/article/Union-of-Communists-of-Ukraine-/
La perspectiva la completa una carta posterior, de noviembre de 2022, destinada al RKRP y disponible en inglés: http://www.solidnet.org/.galleries/documents/UU_letter_03-28-Nov.pdf